Le XXème siècle hispanique a-t-il été religieux ?

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n°21


Sommaire :

Eliane LAVAUD-FAGE : Valle-Inclán  et “les métamorphoses de Dieu”

Anthony N. ZAHAREAS : La variedad  de las contradicciones de la experiencia reliogiosa

Carmen BECERRA SUÁREZ : La religión en la obra de Gonzalo Torrente Ballester

Christine RIVALAN GUÉGO : Las novelas de las Almas Les auteurs de littérature de grande diffusion et le phénomène religieux  (Espagne, début du XXème)

Emilie GUYARD : Logique des discours profane et sacré dans le récit fantastique contemporain

Christine PÉRÈS : L’espace sacré de Naturaleza (Felipe Hernández)

Catherine ORSINI-SAILLET : Aspect du religieux dans le postfranquisme (Amor, curiosidad, Prozac y dudas de Lucía Etxebarría et El tiempo de la mujeres d’Ignacio Martínez de Pisón)

Lydir ROYER : La reconquête de l’innocence originelle dan El río de la luna de José María Guelbenzu

Antonio DOMÍNGUEZ LEIVA : La heterodoxia religiosa en los años 30 : de la violencia surrealista al humorismo conservador

Stephen G. H. ROBERTS : Placas tectónicas : Miguel de Unamuno y la renovación de la sensibilidad religiosa en España

Jesús  G. MAESTRO : La literatura como provocación de la religión : Teresa  (1924) de Unamuno

Emmanuel LARRAZ : Les images de la religion dans le cinéma de Luis Buñuel

Anne-Marie JOLIVET : L’esprit de l’art, métaphysique et religion du cinématographe  : El sol del membrillo (1992) de Víctor Erice

Jean-Paul AUBERT : Libertarias de Vicente Aranda : la révolution sanctifiée

Roselyne MOGIN-MARTIN : El Dios, de José Luis Martín : la désacralisation du religieux dans une bande dessinéeé grand public

Eliseo TRENC : La peinture religieuse pendant le premier franquisme  (1938-1953) : décadence ou renouveau

Nicolas BONNET : La religion d’Ortega y Gasset

Manuel ALBERCA : Conversos, apóstatas e indiferentes, la vida religiosa de los españoles del siglo XX contada por ellos mismos

Christian BOIX : De la morale à l’éthique. Usage des mots, évolution des valeurs et formes de religiosité

Evelyne RICCI : Por Dios y por la Patria : le théâtre de José María Pemán (1931-1939)

Laurent MARTI : La récupération d’une forme théâtrale religieuse El Casamiento engañoso de Gonzalo Torrente Ballester

Dorita NOUHAUD : Infiernos disfrazados de cielo en la América española

Marie-Madeleine GLADIEU : Abimael Guzmán et Sentier Lumineux. La dérive mystique des années 80

Marie-Christine MOREAU  : De la religion d’Etat à la laïcité. La transition espagnole, un tournant décisif – 1976-1981

Caroline DOMINGUES : Religion et télévision en Espagne : une relation conflictuelle

Laurence GARINO-ABEL : Miguel Hernández, El rayo que no cesa: des conventions amoureuses à l’acte de foi

Gabrielle LE TALLEC-LLORET et Emmanuel LE VAGUERESSE : Une vision personnelle de Dieu à travers l’analyse littéraire et linguistique de Hijos de la ira (1944) de Dámaso Alonso

Aude RICHEUX DIANO : Le “Sacré” dans l’oeuvre poétique de Jorge Guillén (1893-1984). Une écriture poétique en tension entre “Désacralisation et “Sacralisation”

Marie-Claire ZIMMERMANN : Nommer un Dieu sans religion. Lecture de l’oeuvre poétique de Jaime Siles

Cécile IGLESIAS : Formes de religiosité populaire et littérature traditionnelle : étude de quelques romances spirituels

Jocelyne AUBE-BOURLIGUEUX : “La víbora” ou des premiers pas poétiques de Federico García Lorca sur le chemin de la mise en forme de l’écriture du mal et de ses métamorphoses serpentines

Agustín DELGADO : Tonalidad religiosa en textos de la poesía  de postguerra

Serge SALAÜN : La “Mort de Dieu” dans la poésie espagnole (de 1900 à l’exil républicain)

Claudie TERRASSON : Valente ou la Foi dans les mots

Manuel ASENSI PÉREZ : Encomendarse a la luz. Poesía y religión en el primer J. Ángel Valente

Luis IGLESIAS FEIJOO : La poesía de José Ángel Valente y lo absoluto

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LA VARIEDAD DE LAS CONTRADICCIONES DE LA EXPERIENCIA RELIGIOSA

Anthony n. Zahareas

Universidad de Minnesota

Estas creencias [religiosas]… se confunden para nosotros con la realidad misma —son nuestro mundo y nuestro ser.
Ortega y Gasset

No se ha dado este título sobre la experiencia religiosa por una decisión arbitraria, sino porque las contradicciones entre “religión” y “religioso” (y en particular “cristianismo” y “cristiano”) han de constituir las bases sobre las cuales se puede indagar en los fundamentos teóricos y prácticos del título del coloquio sobre la religiosidad del siglo XX. Si pensamos en varias obras que tratan de la religión en España advertimos en ellas, ante todo, dos planos de conciencia sobre lo que es la religiosidad: está el plano histórico de la larga evolución de los Evangelios y, paralelamente, está el plano doctrinal de imágenes religiosas sobre las realidades históricas de la evolución, propagadas por incontables medios eclesiásticos de comunicación. Como no pueden ser verdaderos al mismo tiempo ambos planos de la experiencia religiosa, inevitablemente hay contradicciones.

Uno de los peligros en la utilización de los términos “religioso”, y “religiosidad”, es el de dobles contenidos: “religión” designa a la vez la doctrina de o la fe en la divinidad y las contradicciones que forzosamente yacen tras las creencias religiosas. Las doctrinas se confunden, así, con las creencias personales y éstas con la realidad histórica. Ahora bien, los hispanistas no podemos tocar este inmenso problema de la religiosidad del siglo XX excepto desde el ángulo escueto de las obras literarias. No siendo ni teólogos ni historiadores sociales de las religiones, lo que solemos hacer los críticos literarios es establecer críticamente varios parentescos generales entre la estructura particular de novelas, dramas, poemas o ensayos y la estructura de dogmas, doctrinas o creencias religiosas. Resulta que varias obras literarias apelan no sólo a los conocimientos religiosos del público sino también a las interrogaciones que yacen en la experiencia religiosa. Ha sido muy problemático analizar e interpretar estos parentescos entre historia y ficción.

Existe el peligro de simplificar la problemática al ligar el detallado análisis interno de una obra de ficción con un análisis general de los fundamentos religiosos y de la evolución de sus contradicciones. La religión del siglo XX representa una acumulación simbólica de rasgos (credos, liturgias, misterios, devociones, confesiones, etc) que al adaptarse en épocas diferentes ya se han canonizado. La religiosidad es religiosidad porque se ha institucionalizado; es decir, se da por fundada una acumulación modélica de los principios y prácticas de la religión. Algo religioso se identifica como tal y por tanto no se nos viene con sorpresas radicales; ya se han generado expectativas respecto a los fundamentos y a las contradicciones de la experiencia religiosa.

Existe por tanto otro peligro, el de los malentendidos. He aquí in media res seis ejemplos paradigmáticos que ponen en tela de prueba, desde la ficción, los fines y medios de la religión utilizados en la historia. El objetivo es examinar cómo se manifiestan contradicciones en las experiencias religiosas. Por ejemplo, en 1878 en nombre de una nueva cruzada cristiana, una tía manda asesinar a su sobrino y, debido a su reputación como la cristiana más devota del pueblo, “doña Perfecta” se sale con la suya, logrando encubrir el crimen.  En 1884 el confesor de la adúltera “Regenta”, el llamado Magistral, por la furia de haberla perdido al amor mundano, la abandona cruelmente en el momento de su crisis religiosa. En 1920 las “divinas palabras” del perdón que Jesucristo dirigió a los fariseos que querían apedrear a la mujer adúltera, fracasan en el español entendible del Sacristán pero triunfan ritualmente en el latín incomprensible de los Evangelios. En 1932 se repiten de manera provocadora por nadie menos que el cura del pueblo las observaciones de K. Marx de cómo la religión (y, en particular, el cristianismo) vale o no vale por ser el “opio del pueblo”.

Y, después de la guerra civil, primero, en 1941-42, la confesión cristiana es el factor que presumiblemente le ayuda —por lo menos espiritualmente— al asesino de su “familia” “Pascual Duarte”; y, alrededor de 1950, el cura de un pueblo aragonés rememora un año después, cómo los defensores de la fe cristiana [entre ellos el mismo cura] por razones políticas han ejecutado al joven campesino para después pagar por el réquiem del alma de este mismo “campesino español”. En cada una de estas seis situaciones ficticias, la doctrina cristiana tradicional y la práctica secular de ella forman una dependencia mutua de los dos contrarios entre doctrina y práctica cristianas. De ahí la continua repetición de las “contradicciones” que, como veremos, se deben, de un lado, a la diferencia entre teología y religiosidad y, del otro, a la secularización de la teología.

Teología es palabra griega. Theos significa Dios y logos significa discurso, noticia, ciencia. Teología sería, pues, en sentido literal, discurso científico sobre Dios. Se supone que el mismo Dios toma la palabra. Pero cuando Dios toma la palabra, y esa palabra es objeto de meditación, se produce —entre otras cosas— la teología. Más que aserción, este tipo de tautología, por lo menos según los filósofos, es la lógica de una perogrullada. En cambio, cada vez que el creyente religioso toma la palabra y esta palabra es una meditación sobre su fe en la existencia y poder de Dios de si hay o no una vida después de la muerte se produce, además de una gran variedad de “contradicciones”, una crisis de conciencia al respecto.

Sobre la condición conflictiva, según la doctrina cristiana, de vivir muriendo o morir viviendo no hay apenas discusión. Lo problemático es saber si es posible la resurrección de la carne, cómo lo es [teológica o existencialmente] y cuáles son sus consecuencias. Estas son las cuestiones que han tenido que afrontar la religión institucionalizada y los religiosos (y que, además, yacen en el tópico de este coloquio). La problemática de los fundamentos religiosos ha llegado a ser uno de los campos de estudio más importantes de literatura y crítica literaria. Se ha dividido la ponencia en cuatro partes interrelacionadas: introducción al problema de la religión; discusión de si una cosa es o no religiosa; seis breves interpretaciones de obras representantivas; y unas breves conclusiones en que se aventura el estado de la cuestión. (A fin de mantener el enfoque en la problemática de las contradicciones —manifestadas en los dos títulos del Coloquio y de la ponencia— no me he ocupado, aquí en ninguna forma sistemática de referencias, notas a pie y bibliografías pero, esto sí, para las argumentaciones he tenido presentes al respecto las críticas literarias, historiografías de las religiones y polémicas sociales y teológicas.)

“¿Ha sido religioso el siglo XX de Espana?”, es problema de autenticidad. Se está cuestionando la interpretación religiosa sobre los puntos más fundamentales de la condición humana. La conclusión es que no hay salida sencilla a este dilema más bien existencial. Por una parte, es habitual ver la religión católica como un conjunto de creencias en “el reino de Dios” por medio de las cuales los seres humanos se enfrentan a su mortalidad en la vida cotidiana; por otra, la posición religiosa es que la doctrina cristiana ha de formar una totalidad orgánicamente unificada. Resulta que uno de los fenómenos escandalosos del siglo XX es que varios creyentes (y casi todos los artistas) han cuestionado precisamente estas doctrinas.

Para ir al grano, sin la distinción entre lo que es y lo que no es así no se puede hablar de experiencias religiosas ni de historias de la religión —y tampoco tocar la problemática del título provocador de este Coloquio. El hombre muere y no al revés, seguir viviendo para una eternidad. Sin embargo, cómo se han reunido e interpretado los datos evangélicos al respecto pueden incluir no sólo lo que le pasó a Jesucristo antes y después de su muerte, sino lo que, siglo tras siglo, desde los apóstoles en adelante, los diversos pueblos han pensado de esta historia. Dado que el origen del cristianismo es ya pasado, y por tanto no renovable por definición, se ha confundido en el siglo XX con lo que  nos ha sido transmitido.

La realidad histórica de la iglesia se confunde, así, con las interpretaciones de la fe religiosa.  En el mejor de los casos —cuando existe documentación—, se pueden verificar las funciones de los hechos religiosos, ninguna interpretación de ellos. Las creencias y experiencias religiosas son eso —creencias y experiencias. Por eso tanto la religión en sí como cualquier cuestión de si algo es o no “religioso” son problemas llenos de contradicciones.   Las contradicciones del catolicismo español, por ejemplo, entre “la fe de cristianos en Jesucriso como hijo de Dios” y “la función histórica de esta fe cristiana” tienen significación porque ellas contienen los problemas teológicos de la experiencia religioso-cristiana que no siempre son resueltos, pero que son destacados en las manifestaciones de las contradicciones.

La religión puede ser un conjunto de creencias sobre el lugar de los seres humanos en el mundo, una realidad demasiado suprema y trascendente para ser comprendida por los creyentes, o incluso un producto de necesidades existenciales; pero ella siempre depende de una institución representada por iglesias. Los evangelios no son sólo la palabra de Dios, son asímismo libros leídos en diversas traducciones y enseñados en escuelas —son contratados por varias editoriales para ser vendidos. Es un saludable recuerdo. La religión, por personal o universal que sea como fe en Dios y creencia en la otra vida, es, quizás entre todas, la experiencia más sumamente mediatizada de las experiencias sociales en su relación con la realidad histórica.

De hecho, la religión es parte de estas realidades históricas [económica, de clases sociales, política y cultural] —una historia entre otras. Pero en la duda que yace, paradigmáticamente, en el notorio grito tanto del Jesucristo del Evangelio según Mateo como del cura Manuel —“Padre, Padre, por qué me has abandonado”— se manifiesta en potencia toda una elaboración secular de los mitos religiosos sobre aquella vida más allá de la muerte. El proceso histórico de secularizar las culturas es fundamental para una historia social de las diversas dudas que forzosamente yacen en toda experiencia religiosa —especialmente durante el siglo XX.

Los preceptos religiosos resultan de una serie de elaboraciones segundarias por medio de las cuales se engendran doctrinas, sermones, estrategias, movimientos y pronunciamentos. Han ocurrido dos veces: la primera que ocurrió sólo una vez es la de los apóstoles de Jesucristo que en su tiempo fue contemporánea; la segunda vez ha sido múltiple pues desde el tiempo de Jesucristo hasta nuestros días, los contenidos de los Evangelios se han narrado, analizado, explicado, interpretado, clasificado y sobre todo propagado por los medios existentes de comunicación. Las historias testimoniales de la religión cristiana se ocupan, así, de pasados históricos en movimiento: no solamente de doctrinas estáticas sino más bien de funcionamientos fluctuantes llenos de conflictos y contradicciones.

El cristianismo por ejemplo a veces se convierte en una especie de “cruzada” en términos de la cual se justifican ideas y prácticas y se atacan otras. Los Evangelios representan el cristianismo mediante la vida ejemplar de Jesucristo en este mundo; esto implica que el cristianismo como dogma religioso ha comenzado como el libro de los apóstoles sobre la vida, hechos y ejemplos de la figura de Jesús el Nazareno para acabar en discursos simbólicos, los cuales, paradójicamente, por metafísicos o espirituales que sean los mensajes, son inteligibles no sólo en sí como fe, sino también y sobre todo desde el ángulo del todo secular y mundano de correspondencias históricas y cotidianas.

La religión, como todas las doctrinas, sólo es inteligible a través de su estructura histórica que, en este caso, es la iglesia. La doctrina católica, por ejemplo, comporta explicaciones de los evangelios, imágenes de la muerte de Cristo, señales de la vida eterna, del infierno y del purgatorio, etc., pero estos elementos considerados aisladamente no hacen la experiencia cristiana; es su modo de combinarse con las prácticas eclesiásticas lo que determina el significado y función de la creencia y la experiencia religiosa. Debido a que está determinada por la realidad histórica de la iglesia, desde hace tiempo la experiencia religiosa se está secularizando un poco cada época hasta secularizarse casi del todo en el siglo XX. La base eclesiástica de la religión católica determina la experiencia religiosa en su conjunto, así como la psicología de los fieles dentro de ella.  En este sentido las experiencias religiosas de los españoles envuelven las ideas, las imágenes y las ideologías por medio de las cuales los españoles comprenden el mundo en que viven: su lugar en él y su propio ser son reflejos de las bases eclesiásticas de la religión institucionalizada.

Las obras literarias que siguen representan una mínima selección de incontables obras del siglo XX cuyos autores, cual más cual menos, han comprendido el hecho de que las contradicciones de la experiencia religiosa no son un hecho “externo” a las realidades sociopolíticas que se deba relegar a los eclesiásticos, sino un fenómeno que determina la naturaleza de la religiosidad en sí. Para Galdós, Clarín, Valle-Inclán, Unamuno, Cela y Sender (entre muchos otros) la religiosidad, es decir, la calidad de ser “religioso”, es una práctica social más y, como tal, está llena de contradicciones. Me he enfocado, por tanto, en la problemática de las contradicciones que yacen en los diversos modos de ser religioso y he tratado brevemente las seis obras a la luz de ellas.

Las conexiones de las contradicciones y las diversas creencias de la religión cristiana que se han manifestado en varios géneros literarios del siglo XX en España no se evidencian de forma inmediata. Son la mayoría de las veces indirectas. Por ejemplo, la secularización de la experiencia religiosa en las maniobras del cura de Orbajosa en Doña Perfecta; la actitud vengativa del Magistral hacia la adúltera Regenta; la función de las Divinas palabras del sacristán cornudo; la adicción al opio religioso de San Manuel Bueno, Mártir; la confesión de Pascual Duarte al cura de la cárcel militar; y el Réquiem de Mosén Millán por el campesino ejecutado. El conflicto familiar, el adulterio, la blasfemia, el martirio del descreyente, la confesión cristiana del asesino y la misa por el alma del ejecutado, se han compuesto en las obras como representaciones imaginarias de las funciones históricas de la religiosidad —las mismas funciones que existían fuera de los textos, en la realidad histórica del público español.

Se da por sentado el conocimiento de las seis obras. Los breves comentarios no pretenden suplantar lo que se ha escrito críticamente al respecto. El objetivo es analizar brevemente cada una de acuerdo con la interrogación del Coloquio, “¿es religioso el siglo XX?” Para los estudios hispánicos la pregunta equivale a si son o no religiosas las obras de ficción que tratan de la religión [o incluso si son de orientación religiosa]. Las soluciones estéticas a estos problemas religiosos abarcan el final del siglo cuando se anticiparon los efectos de la secularización y se ponen en tela de pruebas históricas antes, durante y después de la guerra civil.

Las contradicciones de la experiencia religiosa proporcionan a cada obra, aunque de modo diferente, una especie de coherencia a la problemática de si es o no religiosa una cosa. Las situaciones religiosas representadas en las seis obras plantean varias correspondencias entre las ficciones y las condiciones históricas dentro de las cuales fue leída cada obra. La religiosidad de varios personajes es presentada dentro de la estructura narrativa como la representación imaginaria de las contradicciones religiosas que existían fuera del texto en la realidad histórica de los españoles. Es decir, por lo menos según las soluciones estéticas de problemas históricos, la variedad de las contradicciones se debe a los fundamentos históricos de la experiencia religiosa de los españoles.

Tanto Galdós como Clarín han explorado las consecuencias más bien trágicas de la intransigencia dogmática de varios religiosos. Las creencias en Dios, en sí válidas o conmovedoras, muchas veces se convierten en una psicología religiosa sobre la que se levantan, fanáticamente, la visión del mundo en que viven, su lugar en él y su propio ser. En esto Doña Perfecta y La Regenta cuestionan precisamente la etiqueta de “religioso” y plantean sin rodeos la cuestión peliaguda si son de verdad religiosos.

El aspecto dogmático de la religiosidad

En Doña Perfecta de Galdós se ha secularizado la distinción religiosa entre causas y efectos: los fines cristianos de una cruzada cristiana (más imaginaria que real) justifican los medios de matar y encubrir el  crimen. El encubrimiento en Orbajosa del asesinato del ingeniero madrileño por orden de su tía (¡Mátale!), es decir, de la señora más distinguida del pueblo a quien su confesor, el cura del pueblo, don Inocencio, considera ser la cristiana más respetada, es la culminación de los episodios narrados: el crimen y su encubrimiento constituyen el desenlace de todos los sucesos de la novela. Es importante por tanto que, según el narrador en su epílogo, las personas que “parecen” buenas no lo son. Se trata de dos madres cristianamente  correctas que dado su empeño en proteger a sus hijos, dogmáticamente, no toleran oposiciones. Salen con la suya: matan y mienten. Pero los asesinos (dentro de la ficción) y los lectores (fuera de ella, en la historia) son los únicos que saben la verdad respecto al asesinato del sobrino liberal de doña Perfecta. El pueblo cristiano o ignora o no quiere saber. En ningún momento se duda ni se pone en tela de prueba el cristianismo profundo de las dos madres —doña Perfecta y María Remedios.

La novela es ejemplo de cómo un novelista (Galdós ha sido uno de varios), desde el ángulo escueto de una ficción narrada, toca la cuestión palpitante de la función histórica de la religión; en particular, de la función del cristianismo católico como factor decisivo para la cohesión ideológica de los pueblos. Se manifiestan así dos planos de conciencia en esta representación imaginaria: la tragedia que ocurrió en el pueblo de Orbajosa se representa a la luz de las relaciones socio-políticas entre religión e iglesia, iglesia y estado. Está el plano de las realidades históricas manifestadas por la serie de intrigas que culminan en el asesinato de Pepe Rey. Pero está paralelamente el plano de las apariencias sobre estas realidades que en su conjunto logran el encubrimiento—¿ha ocurrido el asesinato si no se descubre la verdad de ello? Tan distanciados el uno del otro están estos dos planos de conciencia que la desproporción entre las apariencias cristianas de los asesinos y las realidades criminales de los mismos da la sensación de dos versiones cínica y trágicamente distintas del mismo acto criminal.

Los verdaderos motivos de la llamada “cruzada” cristiana en los pueblos de España (es decir, el “fin” religioso que ha de justificar los “medios” de matar) yacen en la misma voz cristiana de la asesina que no distingue entre política y religión:

Mi sobrino no es mi sobrino: es la nación oficial Remedios: es esa segunda nación, compuesta de los perdidos, [entre ellos su sobrino y su hermano] que gobiernan en Madrid, y que se ha hecho dueña de la fuerza material (XXV).

Las contiendas económicas y políticas de la sociedad española aquí determinan en muchos aspectos las creencias cristianas en su conjunto, así como la psicología de los creyentes dentro de ella.

La solución novelística del problema histórico de si es o no es religioso el tiempo de la Restauración es que “ser” o “declararse” cristiano no equivale a ser auténticamente religioso. La religión, una vez institucionalizada, tiene la capacidad de forjar apariencias y, dogmáticamente, representar creencias en la vida cotidiana con la misma secularización eficaz que las otras instituciones sociales o políticas. De ahí la función de la ficción para revelar y exponer los encubrimientos de la religión que ocurren en la historia. En Doña Perfecta Galdós considera la religión católica más como una creencia construida (y por tanto una religión del todo secular) que como una preocupación espiritual de la condición humana. La novela trata de la religión sin ser una obra religiosa; analógicamente, declararse cristianos no es garantía de ser auténticamente religiosos. En el sentido peyorativo del término “religioso” la actitud mental por la que las dos madres se adhieren a la fe católica de manera categórica es más por dogmatismo que por algún espíritu crítico.

La religiosidad como control espiritual

Algo paralelamente con el caso del cura del pueblo, don Inocencio, para quien Orbajosa era bajo su control espiritual, así para el “buen canónigo”, el Magistral, desde la torre de su catedral, la ciudad de Vetusta es su pasión y su presa: “La conocía palmo a palmo, por dentro y por fuera, por el alma y por el cuerpo… Lo que sentía en presencia de la heroica ciudad [Vestusta] era gula”. En la larga novela, La Regenta, la iglesia, tal y como es representada por el llamado “apóstol de la tolerancia”, Leopoldo Alas, Clarín (como antes en Doña Perfecta), tiene la misión de frenar los avances liberales de la sociedad española —cada vez más secularizada durante la Restauración. A modo de segunda naturaleza, la religión tradicional intenta controlar nada menos que la conciencia de los habitantes.  El drama personal de la casada infiel, la joven “Regenta” (sometida a los avances erótico-místicos del Magistral), se ha colocado dentro de aquella hipócrita sociedad burguesa permeada por una religiosidad institucionalizada que asfixia todo lo mundano, vital y espontáneo —lo que causa a la adúltera la alienación.

A la pecadora le faltan comprensión, compasión, y perdón. La iglesia, encarnada en el Magistral, le abandona en su momento de crisis psicológica. El es más bien vengativo al perder su control sobre ella. Debido al progreso liberal y la libertad amorosa, se le están escapando al Magistral el poder socio-político y también María Ozores, la Regenta. Analógicamente, los dos peligros para el poder de la iglesia eran precisamente el liberalismo, los levantamientos políticos y, en el nivel personal de los fieles, la rebelión psicológica —incluso erótica— de los instintos. El problema de qué importa más, la creencia cristiana o la institución socio-política de ella se presenta a través de la novela algo como la proverbial hoja de papel: la religiosidad personal es el anverso y la función social de ella por el medio de la iglesia el reverso:  no puede rasgarse una cara sin rasgar al mismo tiempo la otra. En cuanto la Regenta se ilumina religiosamente (e incluso con tendencias místicas), empieza el poder eclesiástico a obrar en ella, a transformarla en una unidad eclesiástica, de la mera creyente que era.

En el contexto provincial, la influencia de los confesores, los curas de pueblos, se desliza soterradamente en las ideas, valores y sentimientos por medio de los cuales los creyentes, como por ejemplo la Regenta, viven su vida cotidiana. Resulta difícil ser auténticamene religioso bajo las condiciones históricas de las provincias. Y no hay razón alguna para pensar que en el futuro lo sería menos. Clarín lleva a su fin lógico el problema religioso entre apariencias y realidades. La funcionalidad psíquica  de la religiosidad le sale al revés a la mal casada porque resulta una seudosolución y de hecho contribuye más a la miseria de María Ozores. Raras son las novelas que han indagado con tanto detalle psíquico en los obstáculos que en general ponen los eclesiásticos (como por ejemplo el Magistral), y en nombre de una religión exaltada destruyen la auténtica religiosidad de creyentes como la Regenta. (No es accidental que el obispo de Oviedo condenara tanto a la novela como al novelista, Clarín.)

Valle-Inclán y Unamuno son autores diferentes pero los dos han representado en su literatura la función histórica de los ritos cristianos: para el gallego la importancia de la costumbre de repetir ceremonias y cultos (respecto a la creencia y experiencia religiosas) tiene raíces  en la estética de las liturgias, mientras que para el vasco la importancia religiosa radica en los factores existenciales de la condición humana. No obstante, dentro de las dos obras, ambas con título religioso, Divinas Palabras y San Manuel Bueno, Mártir —dos obras radicalmente diferentes— se plantean las contradicciones respecto a la autenticidad religiosa.

La religiosidad de los ritos cristianos

Dentro de la comunidad gallega, como en todas las comunidades rurales, unas acciones se señalan como buenas y otras se prohiben como malas. El itinerante vivales, el cínico Séptimo Miau, y la inquieta mujer del sacristán, Mari-Gaila, son los acusados de haber violado las éticas de la aldea gallega al poner en práctica el ilícito “entramos, pecamos y nos caminamos”. Se les considera a los dos, sobre todo a la mujer adúltera, rebeldes, pecadores y dignos del castigo humillante de la comunidad. Pero de modo provocador los dos no aceptan las reglas socio-religiosas en nombre de las cuales les han estigmatizado y no reconocen en los aldeanos ni la aptitud ni la capacidad para juzgarles.

El hedonismo cínico de entrar, pecar y marcharse desmantela la hipocresía —y por tanto el poder— de las divinas palabras [“Quien sea libre de culpa, tire la primera piedra”] declaradas absurda y grotescamente por nadie menos que el incestuoso sacristán de la aldea. Al encarnar las palabras caritativas de Cristo [primero en castellano bien entendido por los acusadores y luego en latín incomprensible] en un absurdo Pedro Gailo cualquiera, se funden la tragedia del adulterio que causa la muerte absurda del idiota y la versión grotesca de ella.

Los escribas y fariseos le llevan a Jesucristo una mujer sorprendida en adulterio; decían apedrearla según la ley de Moisés “para probarlo y tener de qué acusarlo”. Jesucristo manifiesta su concepto divino de condenar el pecado pero simultáneamente perdonar al pecador. Las “palabras” redentoras de perdón por Jesucristo en el Evangelio de San Juan al final de esta “Tragicomedia de aldea” se encarnan en el sacristán de la aldea como el “milagro del latin” que “mueve las conciencias” del pueblo vengador. Estas mismas divinas palabras aquí encarnadas burlescamente por Valle-Inclán en la grotesca figura de un sacristán cualquiera [con “el bonete torcido” y “bizcando los ojos”], salen como deformación grotesca de la divinidad de ellas: Valle-Inclán en ningún momento —excepto por estética— deja que la situación del sacristán ante la mujer adúltera sea cristiana o profundamente religiosa. Sólo es superficialmente ritual.

Dentro de la “tragicomedia de aldea”, la proclamación de perdonar a la adúltera ante los demás, es presentada como la declaración defensiva de un sacristán de pueblo, que según la “vox populi” es cornudo consentido, como si él fuera el “elegido” por ser salvador de la adúltera ante su iglesia. En la versión esperpéntica del Evangelio de Juan el poder ritual de las palabras divinas en latín, profundamente misterioso o incomprensible, se realiza dentro de la iglesia cuando la adúltera se ve “circundada  del áureo y religioso prestigio, que en aquel mundo milagrero, de almas rudas, intuye el latín ignoto de las divinas palabras.”

Si en el caso de Jesucristo las causas y efectos de su perdón tienen que ver con sus relaciones con Dios, por el contrario, la razón de ser del Sacristán es la frustración de verse ante el pueblo como castrado y consentido— un Cristo/Sacristán paródica y grotescamente endiosado. No puede haber más disparidad dentro de una sorprendente semejanza: el latín “Qui sine pecato…” legendariamente atribuido a Jesucristo [¿en qué lengua lo dijo?] es modelo de la cristología de veras, mientras que la traducción castellana “Quien sea libre de culpa” del sacristán gallego es lo absurdo de burlas. Las divinas palabras se han hecho “hábito” por medio de la repetida ejecución del rito. Por tanto, las inferencias religiosas de la experiencia cristiana del perdón son ya más bien de costumbre y no de una regiosidad auténtica.

Las soluciones estéticas de la religiosidad litúrgico-ritual tienen implicaciones históricas y por tanto seculares. La experiencia de lo “sagrado” implica que hay unos momentos, lugares, ritos o personas que sirven de manifestación de lo “misterioso” para los creyentes de los pueblos. Ahora bien, con el tiempo, esta misma experiencia puede fosilizarse — algo como toda expresión que al repetirse acaba en cliché o perogrullada — e incluso degradarse.  He aquí, según Valle-Inclán, el caso eclesiástico cuando se le da al perdón divino excesos irrealísticamente ridículos.  Así que la religión permea en Divinas Palabras pero ha caído en un puro formalismo, en otro ritualismo convencional más; es decir, en una sacralización indebida de los valores humanamente religiosos. Parecida representación de una religiosidad automática, en casi todos los esperpentos de Valle, ha de representar una irreverencia a las palabras divinas del perdón. Por medio de la religiosidad casi robótica de los pueblos gallegos, se cuestiona estéticamente la autenticidad religiosa durante los comienzos del siglo XX español.

La religiosidad como “opio del pueblo”

“El opio es la religión del pueblo” es el eslogan notorio de Marx que, no obstante, es citado y provocadoramente defendido por nadie menos que el más dedicado cura del pueblo, el padre Manuel. De la misma manera que las analogías proyectan una semejanza entre dos realidades distintas en función de su relación común con una tercera (la vida es como el río, porque ambos fluyen), así la religión es como el opio porque ambos provocan sueños y pérdida de sensibilidad. La analogía marxista sugiere que por el medio de la resignación la religión adormece a las “criaturas agobiadas por la desgracia”. En la novela corta, San Manuel Bueno, Mártir, Unamuno, por medio de la figura del cura del pueblo, convierte la notoria analogía marxista en concepto existencial de lo que es o debe ser la religión: ni una realidad ni una estética, sino una fábula consoladora ante el miedo cósmico o existencial.

¿Merece ser santo el cura Manuel? La “santidad” del cura “agónico” es representada en las “memorias” narradas por su discípula Angela (y el autor, Unamuno), como un proceso burocrático más de la iglesia que poco tiene que ver con la auténtica experiencia religiosa del cura. La novela toca sin rodeos el inmenso problema de la vida después de la muerte, concretamente, si se puede creer o no que la carne humana, una vez cadavérica, puede resucitar, volver a tener vida. Se examina en sus raíces más desconcertantes este problema contradictorio desde el ángulo escueto de la experiencia religiosa de un cura común de pueblo para quien, según tanto la narradora como el autor, el único mártir auténtico es él que, no creyendo, sigue viviendo como creyente.

No debe extrañar que la novela, obra que religiosamente pone en tela de prueba lo que es y lo que no es auténtico en el ser cristiano, se ha incluido en el Indice oficial de obras prohibidas. Aunque obra profundamente religiosa, la novela corta merece su inclusión en el Indice. Sugiere que sólo por ilusión hablamos de una vida después de la muerte como “verdad” definible con relación a la vida cotidiana en general. En realidad, no hay eternidad, como tampoco hay resurrección de la carne. Sacada de su propio marco de la condición humana, esa clase de ilusiones propagadas (a veces lógicamente) suele velarnos la realidad verdadera de la religión, la del opio metafórico. Es decir, sólo por una narcosis que provoca la pérdida de la sensibilidad es posible tener esperanza de y fe en un Dios que debía existir precisamente porque no existe.

¿Qué se ha de hacer? A la realidad del grito de Jesucristo en la cruz al creerse abandonado por su Padre se opone aquí la imagen de la resurrección de Jesucristo, la que, como el opio, sigue administrando a los feligreses el quijotesco cura, Manuel. Paradójicamente, la religión vale precisamente por ser el opio del pueblo. La secularización de la experiencia cristiana aquí es total. Coexisten dos tendencias:  por una parte, representar la fe cristiana como opio, como una ilusión de la realidad; y por otra, ver simultáneamente en la representación cristiana nada menos que una realidad histórica de la ilusión y de cómo se forjan en esta vida las ilusiones opiantes sobre la otra vida.

(La guerra civil española, 1936-1939, puso en tela de prueba la llamada neutralidad de la religión. Como los dos autores, Camilo José Cela y Ramón Sender participaron en el conflicto, uno al lado de los vencedores y el otro de los vencidos, las dos novelas —La familia de Pascual Duarte y Réquiem por un campesino español— plantean por contraste la misma cuestión de si son o no son auténticamente religiosos los que se llaman cristianos en los tiempos menguados del conflicto).

La religiosidad como propaganda política

En 1942 los españoles leyeron de un prisionero político llamado Pascual Duarte condenado a muerte por los militares. Al parecer había matado a un terrateniente durante los primeros meses de la sublevación. Mientras esperaba el “garrote vil”, escribió sobre su vida mísera con su pobre “familia” miserable, en medio de pobreza, ignorancia, odios y depravaciones. En vez de hablar de su crimen político, sin embargo, describe con descorcentantes detalles “tremendistas”, cómo hirió violentamente a una yegua, mató a un perro, asesinó a un alcahuete (que había amancebado a su hermana) y acuchilló a su odiable madre. No habla de su papel en la guerra civil ni sobre el asesinato del terrateniente. Sólo sugiere que podría aparecer “naturalmente” una mala persona pero, a pesar de la evidencia, de hecho podría ser bueno.

En el tiempo de esta novela “tremendista”, 1942 era contemporáneo: la España vencedora del “generalísimo” Franco era la de campos de concentración, de represión y censura, de la delación y del miedo; era la España aliada de Hitler (División Azul) y Musolini; era la España católica, antisemita, anti-liberal y reaccionariamente anti-moderna. Dentro de la situación ficticia de la novela, se pierden en 1937 las memorias del condenado y en la mitad de 1939 (“Año de la Victoria”), llegan a las manos de un transcriptor que matiza, censurando, la voz y el punto de vista del protagonista Pascual ya ejecutado. Dentro de la compleja estructura “autobiográfica” elaborada por Cela, sólo el criminal Pascual Duarte, al confesar sus crímenes en la cárcel, puede explicar por qué se ha convertido de un asesino habitual a un penitente cristiano.

Se ha politizado la confesión apolítica del pobre campesino violento gracias a la intervención eclesiástica: son los nacionalistas se supone que, por ser buenos cristianos, los que se preocupan, si no por la vida, al menos por la salvación del alma del condenado: le tratan con comprensión, le dan un cura para poder confesarse de sus pecados, y papel para escribir sus memorias. Este partidismo bastante propagandístico explica por qué se ha ficcionalizado deliberadamente la historia: en 1942, los lectores de la novela sabían que, al contrario de la tolerancia representada en la novela, al llegar los nacionalistas en Badajoz no hubo sino ejecuciones continuas y masacres, llamadas por los periodistas “dantescas” y, de hecho, aprobadas tanto por el general Yagüe (“no dejaremos prisioneros”) como por varios de los curas locales. [cf BBC documental].

Se explica: a pesar de propagar, contra la evidencia histórica, la generosidad presumiblemente religiosa de los militares nacionalistas, lo que se destaca en la versión misma del condenado es, por una parte, el proceso de ocultar la afiliación política de su crimen de 1936, y, por otra, la insistencia en que durante sus actos violentos nadie le ayudó, ni su familia biológica ni la nacional —y ni la iglesia. Ni los unos ni los otros; tanto los gobiernos liberales como los conservadores le habían abandonado. El Pascual de Cela es el exiliado por excelencia de su “familia”. Si la religión auténtica sólo ha de funcionar en términos de causas espirituales, en el nivel de la religión secularizada, la iglesia se convierte en causas eficientes y políticamente prácticas.

No es por tanto la conciencia cristiana del prisionero condenado como enemigo político la que determina su confesión; es su miserable ser social como otro desamparado más, como el típicamente pobre, ignorado por todas las facciones políticas, lo que determina su consciencia como asesino y, de ahí, el “punto de vista” alienado — y no religioso — de la historia de su vida.  Si las pasiones violentas de Pascual han contribuido a su miseria, según la propaganda eclesiástica, la religiosidad tardía que según el cura de la cárcel se apoderó del criminal ha permitido al asesino (más vale tarde que nunca) dominarlas.  Irónicamente, dada la perspectiva realista del condenado como el único que puede ser narrador de su vida, en el mismo acto de su confesión supuestamente cristiana se acentúa no tanto la religiosidad tardía del criminal como la función política del don divino que es la confesión y con ella el perdón no de su vida, sino de su alma. Sería difícil llamar religiosas tanto la figura de Pascual como la novela sobre su familia.

La religiosidad como hipocresía

(Réquiem por un campesino español se publicó primero en 1953 con el título del protagonista eclesiástico, Mosén Millán). Se está preparando una misa de réquiem en la sacristía de la iglesia de un pueblecito de Aragón durante la guerra civil violenta. Ha pasado un año desde la muerte del joven campesino, ejecutado secretamente. Quien prepara la misa es el cura del pueblo, Mosén Millán, considerado figura “ejemplar”. Los recuerdos del campesino ejecutado por los paramilitares nacionalistas, enraízan “inconscientemente” en los abusos, explotación y violaciones de la guerra. Son las causas del exilio interior que el cura está sufriendo durante la misa: “Creía oír su nombre en los labios del agonizante caído en tierra; Mosén Millán… Mosén Millán… y pensaba aterrado y enternecido al mismo tiempo: ahora yo digo en sufragio de su alma esta misa de réquiem, que sus enemigos quieren pagar”.

Debido a su “conciencia” cristiana el cura acaba siendo un religioso en ruinas puesto que él había revelado el escondite de Paco. Tanto Paco como Mosén fueron arrastrados por el conflicto político, el “fratricidio”. La novelita  toca los inmensos conflictos dilemáticos de la religión católica durante una guerra civil histórica desde el  ángulo político de la función de la religiosidad católica. Réquiem consta de dos elementos narrativos: la figura central del cura de pueblo y una serie de sus memorias “fragmentadas”.  Cada uno de los recuerdos representa un momento en sus relaciones con Paco quien, traicionado por el cura, fue descubierto por los paramilitares y ejecutado. Estos segmentos mnemónicos están dispuestos, deliberadamente, en un desorden cronológico. Se da el retrato, algo impresionista, del hombre de Iglesia en su crisis de conciencia; la memoria del asesinato de Paco le convierte al cura —durante el momento sagrado de la misa por Paco— en testigo y copartícipe de cómo fue descubierto, condenado y ejecutado. La iglesia sólo pudo ofrecer al ejecutado la oportunidad de confesarse.

Se trata de una técnica narrativa psicológica e históricamente concebida: el exilio interno del cura (en el fondo una buena persona) de su propia religión. La iglesia aquí importa más que sus individuos, incluso para el presbítero, Mosén Millán: tiene clara conciencia de que el Réquiem religioso, realizado en su iglesia es de los asesinos, no para mnemonizar a Paco sino para mantener las buenas apariencias cristianas. Le molesta al cura la hipocresía religiosa de los a quienes, no obstante, sigue todavía sirviendo. La memoria del cura es también, por lo menos subconscientemente, objeto de meditación sobre su propia hipocresía religiosa. El novelista, Sender, hace que la confesión interior del cura sea sobre la confesión cristiana que intentó dar a Paco antes de ser fusilado.

De ahí el exilio interior de un religioso oficial causado por las circunstancias históricas de la guerra civil. La crisis de su traición política ha provocado en el cura su alienación de la misa. Se ha secularizado —incluso politizado— la confesión cristiana desde dentro de la religiosidad del cura de pueblo. ¿Qué pasa cuando el cura Mosén no puede integrar en su esquema general de la religión cristiana ni la ejecución secreta de Paco ni el réquiem por su alma? Confiesa que denunció “el lugar donde Paco se escondía”. Por una parte, le han engañado los suyos, diciéndole sin rodeos que “el que no está con nosotros está en contra”; y por otra, quiéralo o no, Mosén Millán ha funcionado como miembro de la religión organizada. ¿Es o no es religioso el acto de apoyar, en nombre de la religión, a los nacionalistas? Las contradicciones aquí se intensifican porque  el mismo religioso, meditando en su interior sobre su religión, es consciente de la crisis de ser o no auténticamente religioso.

El conjunto de las seis obras, aquí examinadas como representativas de si el siglo XX es o no religioso, sirve de entrada para una breve conclusión sobre las contradicciones de la experiencia religiosa. Desde 1876-1955 en una ficción tras otra se han representado religiosos  conflictivos, atrapados entre su fe en Dios o doctrina cristiana y la secularización de ella al vivirla en la sociedad. Se trata del desafío de si puede haber soluciones estéticas de problemas religiosos. En historia o ficción, lo mismo da, se plantean las mismas problemáticas: de si son religiosos o eclesiásticos los cristianos para quienes, consciente o inconscientemente, los fines justifican los medios; y de si hay religiosidad auténtica en los discursos religiosos o más bien clichés eclesiásticos.

Estas cuestiones peliagudas relativas a la experiencia religiosa no se han planteado por las críticas literarias, sino, aunque con orientaciones diferentes, por varios autores del siglo XX. En todo momento he tratado de ser objetivo, pero no pretendo ser un desinteresado. Mi propósito más bien ha sido girar en torno a las cuestiones fundamentales no sólo respecto a la religiosidad del siglo XX, sino también a las funciones históricas de nuestra disciplina de estudios hispánicos. Debo hacer énfasis al respecto que el análisis crítico de obras literarias en ningún momento trata de problemas ajenos a la religión o la historia.

Por ejemplo. ¿Es auténticamente cristiano u otro maquiavélico Pilato el cura de Orbajosa, don Inocencio, al “lavarse las manos”? ¿Es “místicamente” exaltado o egoístamente ambicioso el Magistral de Vetusta, el “confesor” de la adúltera Regenta? ¿Es auténticamente cristiano el “perdón” transmitido por el medio de las “divinas palabras” ya hechas otro cliché ritual en la boca del Sacristán cornudo? ¿Debe ser llamado “San Manuel” el buen cura admirado aunque le convence a Lázaro (y quizás a la narradora de su historia) que la religión vale mayormente como opio y la iglesia como el lugar para administrarlo? ¿Es cristiana la “confesión” del asesino que según el presbítero de la cárcel “¿Que Dios lo haya acogido en su santo seno! ”? ¿Puede ser religioso el “Réquiem” para el campesino asesinado, pagado por sus mismos enemigos que le han ejecutado? ¿Es cristiano el mismo Mosén Millán no en general sino, según la estructura de la novela, en el momento de la oración por la víctima a quien él mismo había traicionado? Etc.

En cada uno de estos seis casos ficticios, la perspectiva histórica es de una unidad de contrarios entre la doctrina cristiana y la función histórica de ella, la doctrina secularizada. Ahora bien, ¿puede en realidad haber una unidad de contrarios extremos respecto a ser o no ser religioso el siglo? Ver cómo se ha planteado la cuestión en las seis ficciones sea quizás una manera histórica de calibrar (sin solucionar) la interrogación planteada en el título del coloquio. El título de la ponencia es préstamo de la obra de William James, Las Variedades de la Experiencia Religiosa, para quien la verdad de una experiencia religiosa se entiende por su éxito. Es decir, el sentido de la experiencia religiosa se manifiesta en las consecuencias prácticas de ella.

Se trata pues de las consecuencias prácticas de la religión, lo cual implica forzosamente que respecto a la secularización de la religión, ¿pueden los dos actos contradictorios de morir y vivir al mismo tiempo ser ambos verdaderos al mismo tiempo? Estas contradicciones se han convertido en uno de los elementos esenciales de las relaciones dialécticas entre las  doctrinas religiosas y la experiencia cotidiana de la religión porque las relaciones existentes entre la teoría y práctica de la experiencia religiosa son incompatibles y contradictorias. Además, la religiosidad está vinculada a los hombres no sólo por lo que les dice ritualmente como por lo que no les dice. Es en los significativos silencios de las doctrinas cristianas, en sus vacíos y ausencias, donde la presencia de la fe puede sentirse de manera más conflictiva. Lejos de constituir un todo redondo y coherente, la cuestión de ser o no ser auténtica cierta religiosidad revela unos conflictos y unas contradicciones de significados.

No carece de significado que en este Coloquio la mayoría de las obras presentadas son obras de ficción analizadas a la luz del problema histórico de la religiosidad moderna. Ser o no ser religioso es una cuestión histórica con la que toda crítica literaria debe de ajustar cuentas en un siglo que, junto a la modernidad, ha asistido a más y mayores secularizaciones que cualquier otro. Sin embargo, debido a las causas y efectos de las religiones secularizadas y en particular en España (antes, durante y después de la guerra civil) ha sido difícil analizar satisfactoriamente la literatura que trata de las contradicciones religiosas.

Tanto el problema de las contradicciones como el acercamiento literario a la experiencia religiosa plantean muchas cuestiones. Lejos de ser evidente la pregunta “¿es algo religioso?”, resulta problemático en extremo sin que se pueda solucionar. La experiencia religiosa en la historia o en la ficción o en discursos sobre ellas es problemática; pero problemático es, exactamente hablando, no lo baladí y superado, sino lo esencial e importante: problemáticas sobre todo son aquellas contradicciones por las que vale la pena reconsiderar lo que es o puede ser auténticamente religioso. En este sentido (y aquí sólo a la luz de lo que se ha planteado en esta ponencia) aventuramos como conclusión al problema religioso no una solución existencial ni teológica sino, en vista de la función inevitablemente histórica de la religiosidad, como se hace una solución estética de los problemas históricos de la religión.

La tarea de las iglesias es considerar de qué manera la doctrina cristiana se presenta y presenta sus experiencias religiosas ante el público, en las situaciones de afanes corrientes, en qué forma guía e incluso controla la impresión que los diversos individuos se forman de las creencias cristianas, y qué tipo de cosas puede y no puede hacer mientras representa, didáctica y teatralmente, la vida de Jesucristo en este mundo. La iglesia tiene conciencia de las insuficiencias obvias: el escenario evangélico presenta hechos ficticios pero enseñados como milagrosos; la vida de los creyentes muestra, presumiblemente, hechos reales, que la mayoría de las veces no están bien ensayados.

En los ritos religiosos el eclesiástico, como actor, se presenta, bajo la máscara de intermediario o vicario de Dios, ante las figuras proyectadas en los evangelios; el público constituye el tercer partícipe de la interacción ritual, el partícipe mas fundamental, que sin embargo no estaría allí si los escenarios evangélicos fuesen reales. En la vida y muerte de JC, estos tres partícipes se condensan en dos. Por eso, el papel que desempeña la iglesia se ha de ajustar a las realidades seculares de la sociedad. Ahora bien, respecto a la función social de la iglesia, el objetivo es averiguar si hay o no coherencia y continuidad en el proceso de secularización. Los procesos de secularización son múltiples; se integran en las potencias combinatorias de los discursos contemporáneos —incluso en los religiosos y doctrinales. Entran soterradamente en ellos y se deslizan de formas sutiles entre las ideas, valores y sentimientos por medio de los cuales los españoles del siglo XX se enfrentaban a su sociedad en diversos momentos de la historia moderna. Es el caso de influencias indirectas.

En cada época de la historia de España, incluso el siglo XX, la iglesia ha intentado (incluso ha logrado) sintetizar la experiencia colectiva de la fe católica sólo y siempre históricamente elaborada. Por consiguiente, la experiencia religiosa se ha transmitido de una generación a otra como paquete de normas, reglas, modelos o ejemplos de comportamiento.  El catolicismo forma parte de un conjunto más nutrido de teología que aspira a propagar las ideas, valores y sentimientos por medio de las cuales los feligreses se enfrentan —sin desviarse— a su vida cotidiana a pesar de los cambios continuos de la historia. En esto, se puede ver que el catolicismo español, como todas las religiones en unos lugares y momentos dados, es un sistema de ideas, valores y ejemplos materiales y espirituales históricamente producidos.

Lo cual nos recuerda, que el cristianismo se ha incorporado en la leyenda o mitología y que sólo puede funcionar en la historia. Pero, ¿cómo? La respuesta no puede ser otra que la historiográfica. Por ejemplo, a la transfomación que se apoderó de todos los acontecimientos de la vida de Jesucristo incorporados en los Evangelios, hay que añadir dos efectos: los efectos acumulativos de las tradiciones orales y la acumulación evolutiva de las interpretaciones doctrinales o eclesiásticas. Así es como los hechos se convirtieron en leyendas apostólicas y las leyendas en mitos religiosos: los hechos se desconectaron, se desprendieron de sus raíces en el tiempo y el espacio, primero, para convertirse en la historia única de la vida entre divina y humana de Jesucristo y, segundo, para ser continuamente moldeada y remoldeada por las necesidades existenciales o la fe religiosa de los individuos. Dentro del mundo social de realidades históricas, en el que las cosas son verificables, las leyendas cristianas no pueden ser reales en el sentido en que lo son las cosas de su mundo. Esta distinción se da por sentada dentro de todas las religiones y constituye la razón de ser de las obras de literatura españolas que tratan el problema de la religiosidad y sus contradicciones.

Ahora bien, detrás de las funciones estéticas de los textos literarios (organizar diversos elementos; proporcionar motivos; y crear una coherencia) puede percibirse una estrategia en la representación para los lectores (fuera del texto) de una ficción literaria sobre la religión (dentro del texto): se ha construido una “perspectiva” o “ángulo” formal desde el cual los dos básicos ingredientes internos y contradictorios de todo texto literario —los elementos ficcionales dentro de la forma y sus potenciales referentes religiosos y eclesiásticos fuera de la forma en la historia— generan y dependen el uno del otro. La forma literaria de la religión, al transmitirse, comunica a los lectores una situación ficticia de la religión y así, como cualquier ficción religiosa, en el mismo acto de funcionar bajo condiciones históricas, muestra su completa religiosidad. Y es precisamente el análisis de esta religiosidad ficcionalizada de los textos literarios la que puede conducir a (y, de hecho, es imposible evitar) la función histórica de sus formas literarias, o sea, soluciones estéticas de los problemas religiosos.

Hemos examinado el fenómeno de la “secularización” como algo fundamental para un reexamen histórico de la religiosidad del siglo XX y la literatura sobre ella. Lo que aquí importa: secularizar en las seis ficciones españolas las contradicciones de la experiencia religiosa en general y, en particular la católica, equivale a comprender que las religiones (incluso sus prácticas, leyendas, mitos, conceptos, doctrinas, misas etc) pertenecen a la sociedad y exigen explicaciones mundanas o prácticas y no sólo metafísicas o teológicas. Así que el proceso secular, en la historia o la literatura, es una perspectiva historiográfica sobre la evolución de las religiones y cómo se han transformado. Lo que significa más concretamente (por lo menos en el caso de Galdós, Clarín, Valle-Inclán, Unamuno, Cela y Sender), es que la costumbre de explicar serios problemas de las contradicciones religiosas sólo de acuerdo con doctrinas religiosas se está eliminando cada vez más.

He aquí el valor de tocar el inmenso problema del fenómeno religioso en el siglo XX desde las soluciones estéticas que, cada una a su manera, proyectan las seis obras. La interacción dialéctica entre casos de religión ficticios y sus referentes históricos provee una perspectiva por medio de la cual se han pragmatizado, incluso “laicizado”, los discursos sobre las causas y efectos de la experiencia religiosa. Los lectores comprendemos la irrealidad de la vida y muerte de Jesucristo y a la vez la representación mítica de esta irrealidad por la religión institucionalizada, la iglesia: dentro de cada obra ficticia, las ficciones de y sobre la religiosidad son lo que son, ficciones. El distanciamiento entre mitos e historias que impone el arte logra enajenar a los lectores de la falsa conciencia de creencias ideológicamente propagadas.

Los problemas religiosos representados en las seis ficciones, por secularizados, son contradictorios que no doctrinales; desmantelan las corrientes dogmáticas de la religión de su tiempo. Para repetir lo ya dicho, las seis obras, entre muchas otras del siglo XX, gracias a la representación secular de la religiosidad, son ficciones sumamente mediatizadas en las relaciones complejas entre toda obra de ficción con las bases socio-históricas. Las experiencias religiosas de los varios personajes son a la vez símbolos y parte del largo proceso de secularizar las relaciones complejas entre las creencias religiosas del individuo y la función de ellas en la sociedad.

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